Ana no solo fue una paciente, sino una activista incansable. Desde que, a los 12 años, le diagnosticaran polimiositis, una enfermedad degenerativa e incurable, Ana supo que su futuro estaría marcado por el dolor y la progresiva limitación de sus capacidades físicas. Sin embargo, esto no la amilanó. Al contrario, la motivó a convertirse en una voz por la muerte digna, desafiando las normas sociales y legales que relegaban este tema a un tabú.

Su lucha no fue fácil. Enfrentó la oposición de sectores conservadores, la burocracia y la falta de leyes que respaldaran su deseo de una muerte en paz y con sus propios términos. No obstante, Ana nunca se rindió. Con la ayuda de su familia, amigos y un equipo legal, emprendió un largo camino que la llevó hasta la Corte Suprema, donde finalmente se le reconoció su derecho a morir asistida.

El caso de Ana Estrada es un precedente histórico para Perú. Su victoria abre las puertas a que otras personas con enfermedades terminales y sufrimiento insoportable puedan acceder a una muerte digna, sin tener que soportar un dolor innecesario. Su legado va más allá de lo personal; se convierte en un símbolo de la lucha por la autonomía corporal, la libertad individual y la compasión humana.

Ana Estrada nos deja un mensaje claro: la muerte es parte de la vida, y tenemos derecho a decidir cómo queremos enfrentarla. Su valentía y determinación han inspirado a muchos y han abierto un camino hacia una sociedad más justa y humana.

Descansa en paz, Ana. Tu lucha ha dejado una huella imborrable en la historia de Perú.